◢ Alú Rochya
Un paradigma es un modelo, la representación de un patrón a ser seguido, un ideal cultural que implica el cultivo de determinados valores, formas y métodos. Es una cosmovisión, una idea de cómo es y debe ser el mundo y la vida y, por tanto, como nos debemos comportar para mejor adaptarnos al sistema.
Los oscuros personajes que un día lejano tomaron por asalto nuestro planeta impusieron el paradigma materialista, que todavía rige a la inmensa mayoría de las personas, considerando la materia como base de todo lo que existe.
Los puntos más destacados de este paradigma son:
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- La materia es la realidad última.
- No existe nada más allá de lo que puedan percibir los cinco sentidos.
- Somos una máquina controlada por los genes y por las leyes de la materia y por eso no hay como cambiar el destino. Todo está determinado.
- Luego, el libre albedrío es una ilusión pues somos seres condicionados por leyes biológicas.
- Nuestra principal herramientas para interactuar con el medio es la razón.
- El Universo no tiene un principio creador, ningún propósito y ningún sentido.
- Se privilegia el individualismo, la competencia y la lucha entre los indivíduos como método evolutivo.
Eso constituye lo básico de la matriz del sistema, la Matrix. En esa línea de pensamiento se inscribe lo que llaman de ciencia, que es una ciencia parcial, que trabaja con deducciones y suposiciones y que alimenta con información a los egos en pugna, lo que explica que el 70 por ciento de la producción científica esté al servicio de la industria de la guerra.
Al comienzo de este siglo y apoyado en los atributos de la high tech, ese paradigma llegó a su máximo desarrollo sin poder solucionar los grandes problemas del planeta y de la humanidad. La crisis económica global y brutal del 2008, dejó al sistema imperante desnudo y herido de muerte y nunca más logró encontrar el rumbo expansivo y -supuestamente- exitoso de la segunda mitad del siglo pasado.
Los grandes popes que en el año 2008 no se suicidaron y/o cerraron sus bancos y/o quebraron sus empresas corrieron apavorados a acelerar la mayor acumulación de capital jamás vista en la historia humana. Y los números acabaron siendo brutales. Menos de 100 personas controlan la misma cantidad de riqueza que los 3.500 millones más pobres del planeta. , el resultado puede expresarse con una sola palabra: Desigualdad.
Pero esa obscena desigualdad no es apenas una cuestión de dinero. También se evidencia en el acceso a agua potable, electricidad, saneamiento, educación, salud y otros servicios básicos que unos tienen demás y otros ni siquiera tienen. Y es así como el paradigma se ha revelado insuficiente -y hasta contraproducente- para dar satisfacción a los anhelos de realización del alma humana. El sistema, que alguna vez levantó una engañosa utopía, está agotado como modelo económico, social y cultural.
Y con el materialismo se desmoronan los valores, las morales, los modos, las formas, los pensamientos, los sentimientos, las fórmulas, los medios y los fines que fueron caracterizando a la civilización humana a través de los últimos 10.000 años. Un vasto y profundo cambio se viene perfilando en las mentes y corazones más abiertos, más osados, más innovadores. Y la esencia de ese cambio es un cambio de paradigma.
La tan trillada frase de que el dinero no hace la felicidad ha sido blanco de chacotas y desprecios varios a medida que la producción de bienes materiales fue aumentando y creciendo en sofisticación y como valor de cambio. No obstante, el espíritu de la frase continúa intacto, y es reconocido y aceptado hasta para esterilizar su aplicación práctica. Alguien que pretendió defender el poder de la vil moneda dijo: "es verdad que el dinero no es garantía de felicidad, pero si me toca llorar prefiero hacerlo sentado arriba de una Ferrari".
Ahí está todo explicado. Sabes que el dinero no te hará feliz, sabes que podrás tener una Ferrari y que llorar acomodado en su butaca resultará más confortable y hasta te otorgará un cierto estatus. Pero reconoces que no evitarás llorar, no podrás evitar sufrir. Y ese es el gran tema. El sufrimiento. Ese inacabable sufrimiento que ni las más avanzadas de las tecnologías ni los más deliciosos placeres han logrado aventar del corazón humano por más posesiones materiales que se tengan, por más dinero acumulado.
¿Por qué? Simplemente porque la felicidad es cosa del alma. Si el alma no se realiza, si no hace realidad sus potencias, sus talentos, sus sueños, sus anhelos, no hay dinero que compense el dolor de no ser, la tristeza infinita de haber dejado de cumplir, de haber desechado la gran oportunidad de ser lo que realmente somos y jugar con eso, experimentar con eso. El alma es la palabra cuyo significado encierra la clave de nuestra esencia, lo que nos es propio por naturaleza, lo que revela nuestra identidad, lo que realmente somos. Un alma, un ser espiritual.
Y si eso que somos no encuentra un cauce de realización, de convertir lo anhelado en actos ciertos aquí en la tierra, interiormente somos infelices. Y eso es lo que duele, lo que nos hace sufrir por más abultada que sea nuestra cuenta bancaria, por más veloz que sea nuestro automóvil, por más funciones que traiga el último smartphone, por más placentero que sea entreverar mi piel con otra piel, por más fama que consiga, por más poder conquistado.
El alma es una dulce y bella fiera que cada día exige su ración.
Nuestros cuerpos pertenecen a una tecnología envejecida y así mismo, su organización biológica es una maravilla, un cuerpo orgánico de inigualable inteligencia en este limitado plano terrenal. Sin embargo, esa smartmachine es apenas un medio, un vehículo, un sirviente del alma. A sabiendas de que cuenta con esa herramienta de realización, el alma -tenaz, inquebrantable, incorruptible- puja sin cesar en su porfía por ser, por alcanzar existencia real, por traducirse en hechos. Como dio el poeta, son gritos en el cielo y en la tierra son actos.
El alma es una dulce y bella fiera que cada día exige su ración. Si le das su alimento, te hará feliz. Caso contrario no te dejará vivir en paz y amenazará con devorarte. Cuando esa demanda álmica no es atendida, el alma te tiñe de insatisfacción, te genera las enfermedades, te confunde la brújula, tu vida pierde el rumbo, vivir pierde sentido. Y es todo eso lo que provoca un sufrimiento tan profundo que no hay dinero que lo cure. Podrás tener todo por fuera pero te sentirás vací@ por dentro.
El hombre apostó todo a la materia y durante miles de años desafió a su propia naturaleza en una colosal y absurda pulseada. Todavía hoy los ideólogos y dirigentes mejor intencionados insisten en el error. Predican una sociedad materialmente "más igualitaria", un capitalismo "más humano", donde las riquezas sean distribuídas con equidad. El capitalismo ya es humano, es fruto de la megalomanía de los humanos soberbios. No hay como transformar en salvavidas al asesino. Y la distribución isonómica de la riqueza es impresicindible para que todos puedan contar con el medio, pero se convierte en trampa cuando se formula como fin último.
Por eso se derrumba el capitalismo y por eso ha fracasado sonoramente el socialismo. Sus miradas no pueden trascender los contornos limitantes y reduccionistas de la materia. Por más igualitaria que sea su distribución. La vida es mucho más que darlo todo por comida. La finalidad de toda sociedad inteligente debe ser la creación y generación de todas las condiciones necesarias para que cada individuo pueda encarar su jornada de evolución personal mediante la realización de los mandatos de su alma.
Esos mandatos tienen mucho más que ver con cuestiones afectivas, emocionales, sentimentales, vocacionales, morales, espirituales, que con el dinero, el consumo, el trabajo, la imagen, el currículo, las posesiones. Los mandatos álmicos están más vinculados a la armonía con la naturaleza que al intento de dominarla; a la cooperación antes que a la competencia; a la paz antes que a la guerra, al amor antes que al miedo. Es decir, a todo aquello que trasciende el mero marco biológico animal en que está encuadrada el alma.
Esta civilización cumplió su ciclo. Nuestro sistema solar viaja en su giro galáctico y atraviesa por espacios más abundantes de luz. Y ahí vamos nosotros en esta nave llamada Tierra que va saliendo de sus tiempos más sombríos y recibiendo, en la creciente luz, mayor informacion. Con más luz y más información comenzamos a ver lo que no veíamos: el actual sistema materialista se ha mostrado manifiestamente incapaz de representar al ser humano y su proyecto de trascendencia, que implica la evolución amorosa de todas las expresiones de vida que habitan el planeta.
Los mensajes nos están llegando desde todas partes y de diversas formas. Revelaciones científicas, canalizaciones de seres extraterresres, llamados de líderes espirituales, expresiones artísticas, conmovedores gestos solidarios, catástrofes ambientales, pandemias arrasadoras. Si empezamos a atender esas señales, es posible que podamos iniciar el diseño de sociedades cuyos paradigmas apunten a lo que en esencia somos, en tanto seres cósmicos inteligentes, amorosos y eternos, y menos a la estúpida acumulación de dinero, objetos, prestigio, todo ello efímero y degradable.
Es decir, decidirnos a sepultar la ilusión de que la materia es el fin último y el premio que nos hará feliz. Y asumir lo material como el artista asume la arcilla, la piedra, la pintura, la tela, sus herramientas, todo eso con lo que se puede moldear nuestra obra, esa que expresará, traducirá en la materia los más preciados sueños que trajimos en el alma cuando descendimos en este bendito rincón del cosmos. Sueños individuales y colectivos anhelantes por devenir en hechos concretos que prefiguren una sociedad más justa, más diversa, más colaborativa, más amorosa y más bella.✤
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