◢ Alú Rochya
En algún momento de su larga jornada el hombre percibió uno de sus mayores dones: el poder de la creación. Comprendió entonces que no sólo él y las cosas a su alrededor eran creadas por alguna fuerza superior sino que también él mismo podía co-crear. Y se animó con el barro y amasó por su cuenta; y esculpió una piedra e hizo un hacha; frotó una ramita y encendió el fuego; más tarde construyó la rueda y pudo ir más lejos. Sometió a animales, doblegó a las plantas, cambió el curso de los ríos. De a poco se sintió un dios. No el dios que realmente es, ese dios parcial, ese dios-parte, ese dios-tributo del espíritu universal sino otro, un dios más terreno, un superhombre, con aires de absoluto, capaz de subyugar a otros hombres y de dominar la materia, hacerla y deshacerla.
Haciendo y deshaciendo, en los últimos 50 años el hombrecito-dios llevó al apogeo su increíble y portentosa civilización materialista. Descubrió que el modo de promover mayores lucros es convertir todo en material descartable y promover una feroz competencia, en una loca carrera por la ganancia de dinero que, finalmente, alcanzó el paroxismo.
Con su canto de sirena, el hombrecito-dios articuló un gran engaño convirtiendo a la sociedad humana y todas sus formas de organización y expresión en un enorme mercado, el gran mercado de la vida. Todo se transmuta en mercancía, hasta lo inimaginable, como los sentimientos, los valores, las religiones, los sueños. Todas las actividades, acciones, movimientos, en todos los rincones del planeta pueden ser sometidos por la bandera del dinero. Inclusive los propios seres humanos. La cínica frase es lapidaria: todo tiene su precio.
Todavía las empresas contabilizan cientos de millones de consumidores "nuevos", que en los arrabales del denominado Tercer Mundo aún pueden ser incorporados a la colosal rueda de la producción y el consumo. Y aunque aún resta contabilizar la ganancias que irán a dejar unos cientos de millones de personas alienadas al mercado global, lo cierto es que ya se ha llegado al punto de máxima expansión de esa energía. Y con ella, se llegó a la cumbre, donde el hombrecito-dios ha sido poderoso durante un buen tiempo y hasta pudo sentirse, fugazmente, feliz.
Pero detrás de la ilusión del eterno dominio con que engañó y se engañó, siempre supo que en esta dimensión terrenal todo es finito, principalmente la materia. Y confirma ahora que después de llegar a la cima no hay otro lugar a alcanzar que no esté abajo. Y a pesar de que la desesperación lo lleva a intentar superar el límite del punto más alto, subiéndose a cohetes espaciales y proyectando sus futuros escritorios en estaciones siderales y sus nuevos dominios en planetas y satélites lejanos, ilusionándose ahora con poder controlar todo a control remoto, el hombrecito-dios siente -a regañadientes y sin admitirlo en público- que, aquí y ahora, ha iniciado el inexorable descenso a la base, al suelo polvoriento de las planicies terrestres.
Desciende con todo el peso de su creación en la mochila. Por eso el descenso se hace veloz. Las crisis de su colorido sistema materialista se hacen más y más recurrentes y profundas, y no encuentra otra respuesta que los mismos trucos que desembocaron en las crisis. Y ahí es cuando los Trumps de aquí, de allá y de acullá, se ponen furiosos. La fuerza de gravedad acelera el vértigo. La Madre Tierra se parte para recibir al hombrecito en un abrazo profundo que lo llevará a la muerte. Muerte que acabará con todo lo que fue el hombrecito y su creación. Después, generosa y eternamente madre, la Mamagaya le dará vida nueva, pariéndolo otra vez, bajo otro cielo, sobre otra tierra.
Mientras el hombrecito-dios rueda cuesta abajo, desmoronándose de su gloria de obsolescencia programada, el planeta ha iniciado un nuevo ciclo de vida, alineándose con los nuevos ciclos del Sol y de nuestra galaxia. En esa armonización, se limpia de todos los daños y detritos generados por el fanatismo del hombrecito depredador.
Sentado en el cuero legítimo de su sillón Herman Miller de cuarenta mil dólares, el hombrecito da giros en sí mismo, sin hallar una respuesta definitiva, y sólo atina a apretar el acelerador apostando a la huída.
Pero la velocidad que impone al sistema de extracción-producción-consumo buscando acumular más capital para erigir un muro de contención de la desgracia en cierne no alcanza para aventar la impotencia ante lo incontrolable: terremotos, tsunamis, temporales, huracanes, heladas, sequías, esos modos brutales de expresión de la Mama Pacha que se junta con el clamor de masas hambrientas de pan y dignidad. Ese fragor trae un mensaje rotundo, definitivo, agónico, que el hombrecito-dios se niega a escuchar: No va más.
Tierra en transe, para decirle a ese $uperhombre que el descenso desde el apogeo de la materia es en verdad una ascensión espiritual, la posibilidad de elevarnos en nuestro grado de conciencia. Es, como lo anunciaron los mayas, el fin de los tiempos. De los tiempos de absurda acumulación de riquezas, de abismales desigualdades, de libertad cercenada, de miedos, de egoísmos, de odios, de tanto sufrimiento y dolor, en medio de un paraíso que detenta los ingredientes de la felicidad al alcance de la mano de todos. Un contrasentido ridículo. No va más, querido.
Si será en la próxima crisis del 2025 o en una década o en 50 años más, da lo mismo, el resultado ya está decretado. Más aún, ya está aconteciendo. En medio del caos, estamos dando los primeros pasos del nuevo tiempo. La estrella del materialismo radical se apaga inexorablemente; su know how preferido, el capitalismo, se ha tornado obsoleto y se muestra absolutamete inepto para satisfacer las necesidades y aspiraciones de los 8 mil millones de seres humanos.
Y mientras el hombrecito-dios y su negocio se derrumban desde allá arriba, nosotros, por acá abajo, vayamos preparándonos, con amor y mucha creatividad, para ser co-creadores del inicio de ese tiempo nuevo, echando las raíces de una economía ecológicamente sostenible, una sociedad vitalmente solidaria y una civilización esencialmente amorosa, promoviendo así el parto de una nueva era, en un mundo donde quepan, felices, todos los mundos.✤